LA SAL DESVIRTUADA


El Señor dice a sus discípulos que son la sal de la tierra Mt 5,13; realizan en el mundo lo que la sal en los alimentos: los preserva de la corrupción y los hace agradables y sabrosos al paladar. Pero la sal se puede desvirtuar o corromper. Entonces es un estorbo. Es, junto al pecado, lo más triste que le puede ocurrir a un cristiano: estar para dar luz a muchos y ser oscuridad; ser un indicador del camino y estar tirado en el suelo; estar puesto para ser fortaleza de muchos y no tener sino debilidad.

La tibieza es una enfermedad del alma que afecta a la inteligencia y a la voluntad, y deja al cristiano sin fuerza apostólica y con una interioridad triste y empobrecida. Comienza esta enfermedad por una voluntad debilitada, a causa de frecuentes faltas y dejaciones culpables; entonces, la inteligencia no ve con claridad a Cristo en el horizonte de su vida: queda lejano por tanto descuido en detalles de amor. La vida interior va sufriendo un cambio profundo: no tiene ya como centro a Jesucristo; las prácticas de piedad quedan vacías de contenido, sin alma y sin amor. Se hacen por rutina o costumbre, no por amor.

En este estado se pierde la prontitud y la alegría en lo que a Dios se refiere, que son características de un alma enamorada. Un cristiano tibio "está de vuelta", es un "alma cansada" en el empeño por mejorar; Cristo esta desdibujado en el horizonte de su vida. El alma ve al Señor, en todo caso, como una figura lejana, inconcreta, de rasgos pocos definidos, quizá indiferente; y ya no realiza las afirmaciones de generosidad de otros tiempos: se conforma con menos.

Son muchos los cristianos sumidos en la tibieza; existe mucha sal desvirtuada. Pensemos hoy en la oración si caminamos nosotros con la firmeza que Jesús nos pide, si cuidamos la oración como el tesoro que permite que la vida interior no se pare, si alimentamos nuestro amor. Pensemos si, ante las flaquezas y faltas correspondientes a la gracia, nacen con prontitud los actos de contrición que reparan la brecha que se había abierto.

Nuestro paso por la tierra no es indiferente: ayudamos a otros a encontrar a Cristo o los separamos de Él; enriquecemos o empobrecemos.

Al terminar nuestra meditación, acudamos confiadamente a la Santísima Virgen, modelo perfecto de la correspondencia amorosa a la vocación cristiana, para que aparte eficazmente de nuestra alma toda sombra de tibieza. Y le pedimos también a los Ángeles Custodios que nos hagan ser diligentes en el servicio de Dios.

Texto sacado de Meditaciones de F. Fernández Carvajal.

En los Dos Corazones

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