24º Semana del Tiempo Ordinario Lucas 7, 11-17
1º. Jesús, llegas a Naín acompañado de «una gran muchedumbre». Y en la puerta de la ciudad te encuentras a aquella viuda que viene con otra gran muchedumbre.
Dos muchedumbres; y en medio Tú, la viuda y el muchacho recién fallecido.
Sin embargo, no son las muchedumbres lo que te mueve, sino el dolor de aquella mujer que había perdido a su hijo único.
Jesús, Tú entiendes de sufrimientos, de soledad, de dolor.
Has querido pasar por todas estas experiencias tan humanas hasta el límite, de modo que yo aprenda también a saber sufrir con sentido sobrenatural.
Tú sufres cuando sufro; si permites aquel dolor físico o moral es porque le puedo -y le debo- sacar un mayor provecho espiritual.
Para ello, he de ofrecerte aquella dificultad, uniéndome a Ti en la cruz, por la salvación de los demás y el bien de la Iglesia.
«El sufrimiento es también una realidad misteriosa y desconcertante. Pues bien, nosotros, cristianos, mirando a Jesús crucificado encontramos la fuerza para aceptar este misterio. El cristiano sabe que, después del pecado original, la historia humana es siempre un riesgo; pero sabe también que Dios mismo ha querido entrar en nuestro dolor; experimentar nuestra angustia, pasar por la agonía del espíritu y del desgarramiento del cuerpo. La fe en Cristo no suprime el sufrimiento, pero lo ilumina, lo eleva, lo purifica, lo sublima, lo vuelve válido para la eternidad». (Juan Pablo II).
2º. «Jesús ve la congoja de aquellas personas, con las que se cruzaba ocasionalmente. Podía haber pasado de largo, o esperar una llamada, una petición. Pero ni se va ni espera. Toma la iniciativa, movido por la aflicción de una mujer viuda, que había perdido lo único que le quedaba, su hijo. El evangelista explica que Jesús se compadeció: quizá se conmovería también exteriormente, como en la muerte de Lázaro. No era, no es Jesucristo insensible ante el padecimiento, que nace del amor; ni se goza en separar a los hijos de los padres: supera la muerte para dar la vida, para que estén cerca los que se quieren, exigiendo antes y a la vez la preeminencia del Amor divino que ha de informar la auténtica existencia cristiana.
Cristo conoce que le rodea una multitud, que permanecerá pasmada ante el milagro e irá pregonando el suceso por toda la comarca. Pero el Señor no actúa artificialmente, para realizar un gesto: se siente sencillamente afectado por el sufrimiento de aquella mujer; y no puede dejar de consolarla. En efecto, se acercó a ella y le dijo: «No llores». Que es como darle a entender: no quiero verte en lágrimas, porque yo he venido a traer a la tierra el gozo y la paz. Luego tiene el lugar el milagro, manifestación del poder de Cristo Dios. Pero antes fue la conmoción de su alma, manifestación evidente de la ternura del Corazón de Cristo Hombre». (Es Cristo que pasa.-166).
Jesús, no eres sólo Dios; eres también hombre.
Por eso me quieres como me quieren los hombres: te alegra lo que me alegra, y te hace sufrir lo que me hace sufrir. Pero como los buenos padres cuando piden algún esfuerzo a sus hijos por su propio bien, para educarlos, a veces me pides algún pequeño o gran sacrificio, para que me una más a tu cruz, a Ti.
Jesús, dame la fortaleza y la visión sobrenatural necesarias para aceptar siempre cualquier sufrimiento que encuentre en mi camino.
Hazme entender, en esos momentos difíciles y oscuros, que sólo en el Cielo no hay problemas, y que el sacrificio en la tierra es una oportunidad de abrazarte amorosamente en la Cruz.
Esta meditación está tomada de: "Una cita con Dios" de Pablo Cardona. Ediciones Universidad de Navarra. S. A. Pamplona